lunes, 7 de febrero de 2011

Recuerdo de un día inolvidable único

     Son las siete de la mañana del veinte de marzo del año 1939, de pronto mi madre irrumpe en nuestra habitación gritando presa de una excitación y una alegría imposible de describir. ¡Nenas, nenas! Despertad, levantaos, ¡LA GUERRA HA TERMINADO!
    No nos lo podíamos creer, de repente, completamente despiertas salimos al balcón. Claramente en la limpia mañana se puede oír el brusco tañido de la “Nona” la campana mayor de la Catedral, y a continuación le sigue la “Águeda” y después la otra y la otra, y así todas sus compañeras.
    ¡Son las campanas de la Catedral las que repican! ¡Las que no oíamos desde que dejamos de ir al colegio! A continuación les contestan las de otra iglesia y después otras, y otras y así todas las que se libraron de que las fundieran para hacer cañones. Como si fueran una manada de polluelos que siguieran a su horonda  madre.
Toda la familia estamos que no acertamos con lo que tenemos que hacer; nerviosas, locas de alegría y lo único que se nos ocurre es salir a la calle a unirnos a todas las personas que el día antes nos veíamos como si no nos conociéramos y ahora nos abrazamos llorando y riendo rebosando alegría y cariño.
        Yo  me voy a buscar a mi amiga inseparable Adela, y las dos juntas corremos y saltamos como todos entre la multitud, riendo y abrazando a todas las amigas, y a las no tanto, hasta a la que había intentado quitarnos el novio a las dos sucesivamente.
        Después, de repente, entre la multitud aparece un Guardia Civil con su uniforme verde impecable y su tricornio de charol, el cual después de tres años de no ver y aguantar más que milicianos mugrientos –pobrecillos, ellos no tenían la culpa, bastante lo tenían que sufrir– nos parecía un príncipe de opereta.
 Después, no sé de dónde,  aparecieron dos monjas como las de mi colegio con sus blancas tocas que parecían dos palomas a punto de levantar el vuelo, y para colmo, entre un gentío inmenso teníamos ante nuestros ojos a la a la Virgen de la Fuensanta, sin andas, rostrillo, ni corona, sólo en los brazos de los que consiguieron cogerla. –Que un devoto suyo pudo esconderla los tres años que duró la guerra–.
        Entre toda aquella algarabía vinimos a parar al  pie de la Torre de la Catedral, y allí junto a la veleta en lo más alto de sus 96 metros ondeaba nuestra BANDERA NACIONAL, ROJA Y GUALDA.  ¡Qué hermosa! ¡No recordábamos haber visto nunca nada igual! Aquel trozo de tela nos estaba pidiendo a gritos que la abrazáramos. Y no lo  pensamos más. No sé por qué la puerta de subida a la Torre estaba abierta y por allí nos metimos mi amiga y yo subiéndonos de un tirón sin parar todas sus cuestas y la escalera de caracol hasta llegar a lo más alto de la Torre con sus 96 metros y tocar con nuestras manos la bandera. ¡Esa experiencia no la he olvidado ni creo que pueda olvidarla jamás! Ni comprendo ahora como fuimos capaces de hacerlo.
        Al día siguiente de aquella mañana inolvidable vino mi novio y me dijo que esa tarde entraba en Cartagena, con todos los honores de liberadores, la Cuarta División de Navarra. Que gracias a  su cargo de Jefe de Centuria de Falange Española podía disponer de un coche y podíamos ir a verlos entrar. Yo le pedí permiso a mi madre para ir, y como era lógico me dijo que ni hablar, pero yo tanto le insistí que al fin me dijo que si quería ir sería bajo mi responsabilidad y que si mi padre se enteraba yo me las arreglase como pudiera.
        Así las cosas, a las tres de la tarde salíamos rumbo a Cartagena, Mariano mi novio con sus 21 años recién cumplidos, mi amiga Adela, nuestros amigos Catarineum y Joaquín Chico de Guzmán, y el chófer, en un coche antediluviano que ya fue una suerte que se lo pudieran dejar.
        Llegamos felizmente a Cartagena –y lloviendo – a tiempo de ver la entrada de las tropas en la ciudad y aquello fue espectacular y emocionante –inolvidable–  y después otra vez de vuelta a Murcia.
        Al pasar por El Albujón  fuimos a casa de un labrador del padre de Mariano que nos tenía preparada una merienda y al entrar en el pueblo, al tomar una curva, el coche resbaló en el barro que se había formado con la lluvia de la tarde y estuvimos a un  palmo de estamparnos contra la pared de la iglesia.
        Por fin, después de merendar –como hacía mucho tiempo que no lo hacíamos ninguno– tomamos camino de nuevo hacia Murcia y todo hubiese ido perfectamente a no ser porque en el punto más alto del Puerto de la Cadena nos quedamos sin gasolina ¿qué hacer? Pues a Mariano no se le ocurrió otra idea –en realidad no había otra– que decirle al chófer que parase el motor y dejase ir al coche por su propio impulso y así lo hicimos. Es indudable que nadie se mata si no es su momento.
        De esta forma llegamos a El Palmar y otra Odisea para conseguir gasolina para los cinco o seis kilómetros que nos faltaban. Mientras estábamos parados pensando cómo conseguirlos se nos acercó un militar a pedirnos la documentación; Mariano, muy en su papel, le dijo: “¡Soy jefe de la 1ª Centuria de la Falange!” y el otro contestó “¡Y yo Teniente de la Cuarta División Navarra!” Eran precisamente los que nos acababan de liberar; nos quedamos todos sin aliento. Le contamos nuestra aventura y él mismo se encargó de que nos dieran la gasolina que necesitábamos para poder llegar a casa.
        Lo peor fue que con todos estos avatares llegamos a Murcia a las 11 de la noche, la madre de mi amiga Adela había ido a mi casa a ver si estaba allí, extrañada y preocupada de la hora que era y no había vuelto a su casa y más en un día tan especial como aquel.
        Cuando entré en el salón, mi padre me estaba esperando y no se me olvidará la cara que tenía. Creo que fue la única vez en mi vida que me regañó de verdad, pero cuando le conté todo lo que había pasado lo comprendió y todo terminó felizmente. No podía ser de otra forma.

POR FÍN HABÍA TERMINADO LA GUERRA

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